Los Derechos Humanos como problema

En tiempos recientes, el tópico «derechos humanos» ha sido repetido hasta la saciedad por ciertos sectores académicos. Por otro lado, sus contrarios también han alegado, aunque sin la misma insistencia, por la salvaguarda de los mismos; como es obvio, ambos grupos encuentran diferentes sentidos a la palabra, mientras unos alegan tergiversación, otros celebran la inclusión de «más derechos», como si estos se encontraran en la naturaleza y el Progreso, gran mito en la Historia para muchos, se encargara de revelarlos finalmente. Más que nunca, la discusión está en el escenario público, y ciertos eventos como la malinterpretada «Ley de Amnistía» o los intentos del Congreso para regular a las oenegés, han sido recibidos como atentados a las víctimas de terrorismo, y a la sociedad civil en su conjunto.

¿Los derechos humanos, entonces, se dan por consensuados en cuanto su materia más esencial, o, al menos, en sus efectos y potencial para cautelar la dignidad de la persona? La intención de este breve artículo es problematizar sobre la concepción de los mismos, abriendo la puerta a una discusión que es necesaria, no sólo por el clima de intensa polémica antes descrito, también por una observación crítica: los estados, sujetos a tratados internacionales que se vertebran en los derechos humanos, ejercen su potestad legislativa, ejecutoria, y judicial, en suma, su ius imperium, en base a estos; para señalar el caso nacional, se homologan tales tratados a la mismísima Constitución, incluso.

Una respuesta rápida a la primera pregunta planteada sería que no, en definitiva, hay diferencias insalvables a la hora de encontrar el núcleo de los derechos humanos. Al provenir estos del hombre en virtud de su humanidad, se requieren conceptos de carácter antropológico, que varían entre corrientes intelectuales. Para aquel que ve, en la persona humana, un sujeto individual con capacidad de autogobernarse, de imponerse normas, sea a través de criterios racionalistas, del imperativo categórico kantiano, o de su mera voluntad, tendrá conclusiones diferentes sobre qué hace a la persona, persona, que aquel que se decanta por posturas deterministas o fisicalistas, negando la autonomía de la persona, sosteniéndose en el famoso «demonio de Laplace» para argumentar que, cuando se conoce matemáticamente la fórmula física del todo, es imposible que  de sus predicciones escape incluso el intelecto humano, al ser, realmente, meros estímulos químico-eléctricos.

Tales divergencias se manifestaron incluso en la producción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, encargada al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, para lo cual la UNESCO decidió juntar a un grupo de reputados expertos en materia jurídica, filosófica, y social, para recopilar sus respuestas e incitar a un debate. Es famosa la afirmación de Jacques Maritain, filósofo cristiano, quien, en la introducción al informe liberado por la UNESCO el verano antes de la ratificación de la Declaración, sostenía ante la pregunta de cómo era posible ver el acuerdo entre campeones de ideologías radicalmente opuestas: «Sí, todos estamos de acuerdo sobre estos derechos, con la condición de que no nos pregunten por qué». Y es que la carencia en el fondo es producto de una deliberación infructuosa entre los diversos humanismos que dominaron el ambiente intelectual de la época, desde el chino, el marxista, el liberal, el demócrata-cristiano, y así sucesivamente.

Ya establecido esta equivocidad en los términos esenciales sin los cuales no se entendería la formulación «derecho humano», pasemos a un sucinto análisis de lo que realmente representa esta Declaración precitada. Habría que reconocer, primeramente, que hay una curiosa opción lingüística, por decir lo menos, al decantarse por hablar de «derechos», los cuales, en las tradiciones jurídicas occidentales, se han asociado a la exigencia de algo, sea porque emanan de la naturaleza humana, o si se hace el planteamiento hacia un estado particular que debe proveerlo, lo que sugiere el texto al hablar de «derechos humanos» es un deben darme, no un debo dar, o un debo respetar. Sobre esto último, quizá hubiese sido pertinente hablar de «obligaciones humanas», puesto que la Declaración prescribe atentados contra la dignidad humana que pueden ser cometidos por un Estado-nación, otrora una persona natural.

El segundo punto pasa por identificar qué es la Declaración, si tiene fuerza positiva, relevancia jurídica alguna, o si pretende ser un decálogo ético para los siete billones de habitantes en esta tierra. Kelsen, en su Law of the United Nations, sostenía que esta no poseía jurisdicción alguna, no estaba sujeta a tratado con obligatorio cumplimiento para estado alguno, si bien esto no la eximía de importancia, puesto que muchos de los convenios y tratados posteriores se informaban de la Declaración y se guiaban de sus artículos como principios rectores. Otros autores acompañaban la proposición contraria, que la Declaración sí poseía fuerza jurídica, y venía, por lo tanto, cubierta de tal naturaleza.

Desde las categorías d’orsianas, podemos afirmar que la ética es la conciencia social, imperante en determinado marco espacio-temporal, por el cual se puede hablar de lo bueno o lo malo; por su lado, la conciencia es esa voz interior, tal como el Pepe Grillo de la adaptación a película del cuento clásico «Pinocho», que puede estar informada por esa ética, o en contraste, provenir de otras coordenadas. Con lo expuesto, podríamos afirmar a grandes rasgos que la Declaración compone un decálogo ético, pero que, más allá de instigar una conciencia «mundial» o afirmar su universalidad, informa a los gobernantes, quienes finalmente disponen concretar estos derechos en sus propios ordenamientos jurídicos, sea a través de medios constitucionales, o tratados que imponen obligaciones claras a los firmantes. En consecuencia, reafirmando lo dicho por Maritain, la Declaración, en su teoría y en su ejecución, no se atreve a ir más allá, recogiendo impresiones superficiales y buscando que estas tengan peso en decisiones futuras.

Manifestación de esta falta de trascendencia en los «derechos humanos», y que presenten sólo una dimensión positiva, es que carezca de contendientes en el ámbito académico, pero veamos muchos en lo práctico. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha conseguido un nada despreciable soft power a nivel internacional, presentándose en el concierto de naciones como un experto en materias de seguridad y granjeándose la estima de innumerables ciudadanos, no solo de su propio país, contrariando discursivamente y en ejecución, varios relatos que sostienen defensores de los «derechos humanos» sobre el buen trato y los derechos que merecen los presidiarios. De similar manera, la alt right americana, y sus seguidores desde diversos lugares, han ganado notoriedad entre los votantes negando «derechos humanos» que, para organismos internacionales, ya estaban institucionalizados, al menos, en el primer mundo: aborto, matrimonio homosexual, eutanasia, acceso libre a anticonceptivos, etc.

La segmentación de los «derechos humanos» es también conclusión lógica de este vaciamiento en el significado del mismo. Se sabe que la investigación académica identifica «generaciones» de derechos humanos, con la salvedad de que, a diferencia de la idea que se tiene sobre el concepto, una generación convive con otra, pues no se concibe un retroceso en los derechos; empero, también se puede hablar de dimensiones de los «derechos humanos», esto es, diversas perspectivas sobre derechos ya conocidos, como libertad, vida, felicidad, integridad, y demás. Pero, con más fuerza en las últimas décadas, se observa este fenómeno de segmentación, o fronterización subjetiva de algunos derechos humanos o fundamentales: derechos «de los artistas», «de las minorías sexuales», «de las mujeres», y así por cuanto segmento poblacional se pueda pensar, despersonalizando los derechos, asignándolos a intereses difusos o colectivos, e incluso trasladando la dignidad de la persona humana a animales – animalismo – y a accidentes geográficos, o la «naturaleza» – ecologismo –, volviendo más confuso el asunto.

Contraria la idea primigenia de universalidad, por lo tanto, emergen favorecimientos a este tipo de derechos, los cuales son reflejo también de un clima político particular, pues movimientos identitarios empezaron a dominar el discurso en la historia reciente. Harta cantidad de argumentos podrían esgrimirse a favor o en contra de la consolidación de este tipo de derechos, más aún, de lo que conllevaría aceptar esto para el concepto de «derechos humanos», pero no se podría negar que, sin una falta inicial de significado, estas propuestas de segmentación antes expuestas no hubieran podido echar raíz; esta carencia es producto de la imposibilidad de estos derechos, tal y como se formulan actualmente, de anclarse en una sola fuente metafísica, su propia génesis fue marcada por una discusión visceral entre posiciones diversas, unas a las antípodas de otras, sin poder acordar nada.

Por último, me gustaría anotar, sobre la polémica, hoy más viva que nunca, entre la soberanía nacional, con su expresión particular en el ordenamiento jurídico interno, y sistemas convencionales para amparar los «derechos humanos», como lo puede ser el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, su Corte y Comisión, que, desde coordenadas positivistas, las cuales se siguen reproduciendo en la academia, es problemática la concepción de un orden internacional o universal, bajo el rechtssystem kelseniano tardío, es decir, la definición de ordenamiento jurídico como conjunto de normas, pero no sólo en su sentido de acumulación, también de sistematización, por lo cual, es en propiedad un sistema de normas. De aquí la grave pregunta formulada por Francesco Gentile: El criterio de ordenamiento, ¿resulta intrínseco a la producción de normas jurídicas y, por lo tanto, a la posición de cada una de ellas, o es más bien externo al proceso de normación, de manera que resulta necesario pensar en un proceso ulterior respecto al de producción de normas? Si la respuesta a esta interrogante es la afirmación de la segunda idea, entonces, ¿podemos afirmar que es el Estado-nación, en el ejercicio de su ius imperium, mantiene vigente la legalidad? Esto quiere decir que la lógica del orden jurídico depende de la imposición, antes que otra vía más orgánica. Aterrizando estas conclusiones, ¿qué organismos se encargarían de forzar el carácter de ordenamiento en el derecho internacional? Pues la formulación de los supra-estados, o de, por qué no decirlo, un gobierno mundial, no era ajena a Kelsen, al acuñar el concepto Weltstaat, en referencia a un orden internacional capaz de sancionar jurídicamente a estados infractores del mismo. Quizá, esta dinámica, producto del problema conceptual legado por el trabajo kelseniano, sea lo que esté detrás del tan mentado globalismo, y la consecuente pérdida de soberanía de los estados.

Bibliografía

  • Álvaro D’Ors (1979) Ensayos de teoría política, Ediciones Universidad de Navarra.
  • Álvaro D’Ors (1999) Nueva introducción al estudio del derecho, Editorial Civitas.
  • Francesco Gentile (2001) El ordenamiento jurídico, entre la virtualidad y la realidad, Editorial Marcial Pons.
  • Gustavo Bueno (1996) El sentido de la vida, seis lecturas de filosofía moral, Pentalfa Ediciones.
  • Hans Kelsen (1951) The Law of the United Nations, Stevens & Sons Limited.
  • Ricardo Dip (2009) Los derechos humanos y el derecho natural, de cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis, Editorial Marcial Pons.

Autor: Fabián Rodríguez

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