Francisco Pizarro, conquistador del Perú y fundador de Lima [1] Breve y sustancioso estudio interdisciplinario: Historia, Literatura, Arte y Cine

Nunca sabremos si el gran marqués Francisco Pizarro, pasó largas jornadas de ensoñaciones, imaginando con ardor el reino inexplorado con el único propósito de obtener riquezas incalculables e imperecedera fama. Nunca sabremos si su corazón fue infectado tempranamente por la ambición material desmedida o, si amamantó el deseo desaforado de conquistar territorios solo para encumbrar su nombre ante la historia. Del trasfondo psicológico de Pizarro, aunque hagamos variadas y originales conjeturas, en rigor, no tendremos certeza, ya que como afirma un antiguo proverbio: El hombre es un misterio, y según enseña la “ciencia del desmembramiento de las palabras” -la etimología- misterio en el original griego quiere decir “cerrar los ojos”, de modo que, si del interior del hombre vemos muy poco, entonces, será muy difícil llegar al núcleo de sus motivaciones y deseos más íntimos. En tal sentido, no nos ocuparemos del descubrimiento de los rincones inexplorados del alma de Pizarro, sino de los hechos de su vida que resulten de interés para el presente trabajo, desde una perspectiva interdisciplinaria: Historia, literatura, arte y cine. En ese orden.

Pinceladas biográficas de la infancia y juventud de Francisco Pizarro, y fuentes históricas de un hecho trascendental

Nacido en marzo de 1478, en uno de los arrabales de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, Francisco Pizarro, fue el resultado del enlace amoroso entre el hidalgo (don Gonzalo Pizarro) y la plebeya (doña Francisca González). Ambos provenían de familias dispares. Los Pizarros, eran una familia económicamente aventajada y prestigiosa. El abuelo de Francisco (don Hernando Alonso Pizarro) era Regidor en Trujillo y según fuente respetables, acumulaba una riqueza considerable. Mientras que los González, vivían penurias económicas. La madre de Francisco, al momento de quedar embarazada, trabajaba de criada en un monasterio. El encuentro entre los progenitores, lo detalla con suficiente luz el historiador José Antonio del Busto en su obra Francisco Pizarro, el Marqués Gobernador (1965). Lo cierto es que, don Gonzalo, se desentendió de su hijo, quién pasó a ser “un niño bastardo”. Aun así, su abuelo paterno (don Hernando Alonso) lo reconoció como nieto. El interesante trabajo académico La familia Pizarro, entre Trujillo y Perú (2019) de Adrián Laguna Sánchez, de la Universidad de Valladolid, le hace seguimiento a la genealogía del conquistador, y señala que: “Varios testigos declararon haber conocido a Francisco Pizarro en casa de su abuelo Hernando Alonso Pizarro (…). Hacia 1487, su abuelo paterno lo reconoció como nieto, aunque siguió viviendo con su familia materna, criándose analfabeto”. Las escazas notas biográficas[2] de los primeros años de vida de Pizarro, sostienen que de su infancia se sabe tan sólo que no recibió ninguna instrucción. Como afirma categóricamente el expresidente Alan García en su libro Pizarro, el rey de la baraja (2012): “Que Pizarro era analfabeto es verdad”. Otro aspecto destacable, es que se crió entre labradores y que fue porquerizo (el primero en mencionar esto fue el cronista de Indias, Francisco López de Gómara), y que, como consecuencia del torpe trabajo con marranos que murieron bajo su tutela, marchó a Sevilla, a iniciar una nueva vida. Como menciona José Antonio del Busto: “Demasiado ligados están los puercos a la infancia del muchacho para negarle enfáticamente su presunta condición de porquerizo (…). Porquerizo o no, satisfecho o triste, lo cierto es que abandonó Trujillo de Extremadura”.

El hecho trascendental, al que hacíamos referencia es el célebre episodio en la Isla del Gallo (al sur de Colombia), ocurrido a finales de 1527. Este acontecimiento ha sido tratado por el así llamado “Príncipe de los Cronistas de Indias” Pedro Cieza de León, en su magno libro La Crónica del Perú (1533). Además, el hecho ha sido estudiado por el historiador peruano José Antonio del Busto Duthurburu en su libro Francisco Pizarro, el Marqués Gobernador (1965),y tratado en otro libro que él dirigió y compuso junto a otros historiadores de primer orden, nos referimos a Historia cronológica del Perú (2006). Así también, el episodio de la Isla del Gallo, también llamado los Trece de la Fama, ha sido analizado por el documentalista e investigador Luis Enrique Cam en su artículo Francisco Pizarro y los Trece del Gallo (2018), por el historiador Héctor López Martínez, en su artículo académico Francisco Pizarro González (2019),y someramente tratado por el expresidente y escritor Alan García Pérez en su libro Pizarro, el rey de la baraja. Política, confusión y dolor en la conquista (2012). Entrelazando las ideas de los autores mencionados, sintetizamos así el episodio:

En el momento más crítico de la expedición, cuando las desavenencias entre los socios -socios porque Pizarro, Almagro y Luque, en 1526 habían firmado un contrato- se hacía más intensa, Pizarro decidió quedarse en la Isla del Gallo junto a su pequeña hueste, mientras Diego de Almagro, retornaba a Panamá para obtener provisiones y acrecentar los refuerzos. La reducida hueste, experimentó durante largos meses incomodidades y un gran desaliento. La mayoría exclamó el deseo de desertar y retornar a Panamá, ya que las privaciones de alimentos, y las inclemencias del clima y del lugar, eran insoportables. Ante la orden de recoger a Pizarro y su desanimada hueste, en un barco enviado por el gobernador de Panamá Pedro de los Ríos, el caudillo Pizarro, ¡lideró el momento crucial! y con resolución, desenvainando la espada, trazó sobre la arena una línea divisoria, y según cuenta la leyenda, de su boca, brotaron penetrantes palabras: “Al norte queda Panamá, que es deshonra y pobreza; al sur, una tierra por descubrir que promete honra y riqueza; el que sea buen castellano, que escoja lo mejor”. Pizarro, escribe Alan García, “sabía sintetizar las actitudes y expectativas en brevísimos discursos gestuales, uno de ellos es el célebre episodio del trazo en la arena hecho en la Isla del Gallo”. Fueron trece los caballeros, que desde ese momento perseveraron hasta el final con Pizarro. Sus nombres han sido encumbrados por la historiografía. Y como dice en distintas partes de su crónica, Cieza de León: “El marqués don Francisco Pizarro, con sus trece compañeros, por voluntad de Dios, merecieron descubrir tan próspero reino (…). Y así, estos trece cristianos, con su capitán, descubrieron al Perú”.

Dos aproximaciones literarias: Francisco Pizarro en El poema del descubrimiento del Perú (1538), y sus apariciones en Tradiciones Peruanas (1872) de Ricardo Palma

Óscar Coello, académico correspondiente de la Real Academia Española y miembro de la Academia Peruana de la Lengua, ha publicado bajo el sello de la prestigiosa Universidad Nacional Mayor de San Marcos, un trabajo de investigación verdaderamente fascinante, titulado Un poema del descubrimiento del Perú para ser escuchado por Francisco Pizarro: Examen de la actorialización enunciativa (2008). Es un estudio desde la semiótica clásica de El poema del descubrimiento del Perú (1538) de Diego de Silva y Guzmán, poeta y conquistador del Perú. El manuscrito original del poema de Diego de Silva y Guzmán, se titula Relación de la conquista y descubrimiento que hizo el marqués don Francisco Pizarro en demanda de las provincias y reinos que ahora llamamos Nueva Castilla; dirigida al muy magnífico señor Juan Vásquez de Molina, secretario de la emperatriz y reina, nuestra señora y de su consejo. Es un libro de poesía compuesto de 283 coplas, cuyo manuscrito original se conserva en la Biblioteca Nacional de Viena desde finales del siglo XVI. Dice Coello: “Fue un poema especialmente creado para la lectura oral, del auditor implícito, es decir, Francisco Pizarro, el iletrado”. Diego de Silva y Guzmán, quiso reproducir poéticamente la historia de la conquista -que recibió relatada directamente de los hermanos Francisco y Hernando Pizarro- y hacerla fidedigna. El poeta, imprime dramatismo en los diálogos ficticios que relata y llama continuamente de manera elogiosa al protagonista y héroe del poema, Francisco Pizarro, “El Buen Capitán”. Si bien, el poema está compuesto mediante la rima métrica de la octava, reproducimos solamente una copla del poema original:

El Gran Capitán, ya todos sabrán,

que merece su fama tener tal renombre.

Y Francisco Pizarro que tenga por nombre,

con mucha razón el Buen Capitán.

Nuestra -esperemos, sesuda- investigación, logró hallar en la obra Tradiciones Peruanas (1872) del ilustre y sempiterno tradicionista por excelencia; Ricardo Palma, algunas referencias a quien fuera el conquistador del Incario, el hidalgo don Francisco Pizarro. En el tomo III, encontramos el artículo “Tres cuestiones históricas sobre Pizarro”. En el tomo VII, el artículo “El retrato de Pizarro”. En el tomo IX, el artículo “La daga de Pizarro”. Y, en el tomo XI, la novela breve de género romántico “La muerte en un beso”. A grandes rasgos, Palma, revela un gran interés por la figura de Pizarro. En “Tres cuestiones históricas sobre Pizarro”, Palma ahonda primero en la cuestión de si Pizarro supo o no escribir. Sus deducciones y referencias eruditas, le llevan a afirmar que don Francisco Pizarro no supo escribir, y que su empeño por aprender a leer resultó estéril, pero que sí aprendió a firmar. En la segunda cuestión, averigua el origen del título de Marqués, señalando que el 10 de octubre de 1537, el conquistador recibió una carta del rey Carlos V, permitiendo la aprobación del uso temporal de tal título. Y, en la última cuestión, nos ilustra sobre la bandera o lábaro de Pizarro[3]. En “El retrato de Pizarro”, Palma detalla que, en 1571, a los treinta años de muerto Pizarro, acordó el Cabildo de Lima colocar en su sala de sesiones el retrato del marqués. El designado para hacer el retrato fue un pintor cuyo nombre se ha perdido, y que había tratado personalmente a Pizarro. Hizo el retrato de memoria y se sabe que, actualmente existen copias del retrato original conservados en el Museo Arqueológico Nacional del Perú, en el Museo del Virreinato en Perú y en el Museo Arqueológico de Madrid, España. En “La daga de Pizarro”, se detalla la maniobra de Pizarro, utilizando su daga para definir surcos con la intención de construir en el perímetro circundante a las líneas, una plaza en la ciudad de Cuzco. La daga llegó a la ciudad de La Paz y de Bolivia, en 1856, retornó al Cuzco, como reliquia. En “La muerte en un beso”, Palma no hace más que citar a Pizarro, como un personaje más de su preciosa novela breve, que decidió incluir en sus Tradiciones. Esta novela la escribió en los albores de su juventud, según detalla “en los claustros del colegio”, y que marcó “el inicio en la vida de las letras”. No dudamos en recomendar ardientemente la lectura de esta “novelita”, como sugería llamarla su autor.

El insigne descubridor del Perú, don Francisco Pizarro, contemplado desde la óptica de los artistas

Las referencias artísticas en torno a Francisco Pizarro, son numerosas. Primero, nos detendremos en los retratos más conocidos, luego, en las representaciones que los artistas han ejecutado para eternizar algún hecho glorioso o hazañoso del conquistador y, por último, nos detendremos en una pintura sobre su muerte.

Francisco Pizarro, conquistador (1834-1835), Amable Paul Coutan.

El primer retrato, que, por cierto, quizás sea el más conocido es Francisco Pizarro, conquistador (1834-1835) del francés Amable Paul Coutan. Este retrato, es el que eligieron para sus portadas tanto Alan García como José Antonio del Busto. Es probable que tanto éste como los demás retratos que existen sobre Pizarro, se inspiren de aquel primer retrato anónimo realizado en la segunda mitad del siglo XVII, que menciona Ricardo Palma en Tradiciones Peruanas (1872) o de los comentarios de cronistas como Pedro Pizarro (1514-1602), que lo describía así: “Era alto, seco, de buen rostro, la barba rala (…)”. Para darle mejor forma al surco, comentaremos un hallazgo más. El investigador Cecil Howard, que publicó el libro Pizarro y la conquista del Perú (1968), menciona las características físicas del conquistador: “Pizarro era un hombre delgado, de rostro severo y delineado, con el pelo canoso y una barba puntiaguda y bien cuidada”. El francés Jean Laurent Mosnier, notable retratista, y creador de una considerable cantidad de obras artísticas, nos dejó su retrato Francisco Pizarro, conquistador español del Perú (fines del siglo XIX). Las diferencias con el retrato de Amable Paul Coutan, son mínimas. En ambas, el conquistador dirige la mirada hacia la izquierda, posee un sombrero negro de ala corta con dos plumas, y lleva una armadura recia y de apariencia impenetrable. Las diferencias radican esencialmente en dos elementos: En el retrato de Mosnier, Pizarro no lleva la capa roja, y sus ojos reflejan menor rudeza. Otro retrato, digno de mención es el Retrato de Francisco Pizarro (fines del siglo XVII) del pintor, orfebre y revolucionario mexicano José Luis Rodríguez Alconedo. Retrató a un Pizarro, con mirada extraviada, de rostro entristecido, cansado y ligeramente canoso. Un retrato más trabajado estéticamente, es Francisco Pizarro (1671) del empresario y cartógrafo escocés John Ogilby. Se nos presenta a un Pizarro, más entrado en años, con el cuerpo enderezado, elegante, con armadura brillosa y con la empuñadora de su espada bañada en oro. Otro celebrado retrato es Francisco Pizarro: Natural de Trujillo. Descubridor y conquistador del Perú; fue asesinado en Lima a los 73 años de su edad en 1541 (1791) de los autores Rafael Esteve Vilella y José Maea.

Francisco Pizarro (1925), Julio Vila y Prades.

Y, por último, recordemos un retrato bien logrado, nos referimos a Francisco Pizarro (1925) del pintor español Julio Vila y Prades. Vemos a Pizarro de pie, vestido enteramente de negro, de intensa barba blanca, con una gorgera blanca, sosteniendo con la mano izquierda su delgadísima y afiladísima espada, mientras que, con la mano derecha señala un pergamino de alta importancia, que está puesto sobre un escritorio de color negro, probablemente de ébano, trabajado artísticamente por un diestro ebanista. En la parte de atrás, vemos un escudo nobiliario y en la parte inferior del retrato, la inscripción: “El Adelantado Marqués Don Francisco Pizarro. Fundador de Lima”. Conviene destacar un elemento que, de manera inevitable, atrae al espectador. Nos referimos a esa cruz de rojo intenso, grabada tanto en su traje como en su capa. Es la Cruz de Santiago. Desde el siglo XII, la Cruz de Santiago es el emblema oficial de la Orden de Santiago, una orden militar y religiosa, conformada originalmente para combatir a musulmanes y proteger a peregrinos cristianos que se enrumbaban hacia la tumba de Santiago el Mayor, en Santiago de Compostela. Como adenda, notamos que, el retrato de Julio Vila y Prades, nos hace acordar -tanto por el cuerpo completo de Pizarro retratado, como por la presencia de la Cruz de Santiago en ropa y capa-, al grabado en madera Don Francisco Pizarro Marqués de los Atabillos. Gobernador del Reino, en virtud de una capitulación que se otorgó el 26 de julio de 1529 (fines del siglo XIX) del pintor francés Ernst Charton. Y también, a la pintura del español Ramón Salvatierra y Molero, Retrato de Francisco Pizarro, marqués de las Charcas y de los Atabillos, Capitán General y Gobernador de la Nueva Castilla, conquistador del Perú (1853). La pintura de Salvatierra y Molero, en realidad, es una copia de uno anónimo conservador en el Museo Arqueológico Nacional.

En torno a los hechos gloriosos o hazañosos de Francisco Pizarro, mencionaremos algunas pinturas como la del pintor peruano de fama internacional Ignacio Merino Muñoz, Pizarro toma posesión del Pacífico en nombre de los reyes de España (1850). En la pintura Francisco Pizarro (1929) del pintor peruano Daniel Hernández Morillo, vamos a un conquistador de porte, majestuoso, conductor de ejércitos, firme y decidido, montado en el caballo, señalando el camino con una vara mediana de madera situado en una zona geográfica elevada, equipado con una armadura de acero y con una espada ornamentada en la empuñadura con acentos de oro.

Francisco Pizarro (1929), Daniel Hernández Morillo.

Otra hazaña representada artísticamente es el encuentro de Cajamarca ocurrido el 16 de noviembre de 1532, junto a la captura del Inca Atahualpa. John Everett Millais, pintor británico de la escuela prerrafaelita en su Pizarro se apodera del Inca de Perú (1845) nos muestra el desconcierto generalizado de los indígenas, el momento exacto de la captura del Inca, la presencia del cura fray Vicente de Valverde señalando la cruz, y la pasividad de los cargueros del Inca. A propósito de los cargueros o portadores del Inca, conviene mencionar un extracto de la obra de José Antonio del Busto: “Los portadores de la litera no se defendían, pero tampoco daban muestras de ceder en la que para ellos era la misión de su vida: portar al Inca. Los peones del Gobernador y éste mismo hundieron en sus vientres los aceros, mas aquellos admirables servidores que iban cayendo con las vísceras afuera, eran inmediatamente reemplazados por otros que esperaban serenamente su turno. ¡El estoicismo de esa gente era asombroso!”. Gustave Alaux, pintor francés de notable talento también pintó el mismo acontecimiento. Su pintura al óleo Encuentro entre Pizarro y el gobernante Inca Atahualpa (1950 – 1959) permite ver el encuentro desde un ángulo lejano. Otro hecho glorioso en la vida de Pizarro es la fundación de Lima, ocurrida el 18 de enero de 1535, sobre el valle del Rímac, con la firma del Acta de fundación de Lima[4], nueva capital del Virreinato del Perú. El pintor Francisco González Gamarra, inmortaliza este hecho en su Fundación de Lima (1944).

Mencionábamos al inicio de este capítulo que la última parte estaría dedicada a la muerte del conquistador. El historiador José Antonio del Busto, en un diálogo que sostuvo con el agudo polímata Marco Aurelio Denegri, en el programa La función de la palabra, afirma que, la muerte de Pizarro fue un acto de gallardía. Pero, antes de abordar el acontecimiento fatal, fijémonos en los antecedentes. Como sabemos, tras la batalla de Salinas, ocurrida el 6 de abril de 1538, que da origen a la guerra civil entre los conquistadores, el ejército realista al mando de Hernando Pizarro, captura a Diego de Almagro “el viejo”, y meses después es ejecutado. Desde ese momento, los leales a Almagro “el viejo”, conocidos como “los de Chile”, mantendrán una enemistad irreconciliable contra los Pizarros. Como señala el historiador William Prescott, en su fundamental libro Historia de la conquista del Perú con observaciones preliminares sobre la civilización de los Incas (1851): “Después de la ejecución de Almagro, sus secuaces, en número de muchos centenares, permanecieron diseminados por el país, pero unidos sin embargo por un sentimiento común de indignación contra los Pizarros, a quienes miraban como asesinos de su jefe. Su odio se dirigía más bien a Hernando que al Gobernador (…). Pizarro, con actos de bondad podía haberse atraído a los más díscolos y con los beneficios presentes haber borrado el recuerdo de las injurias pasadas, más por desgracia no tuvo la magnanimidad de seguir semejante conducta”. El gobernador Pizarro, no toleró nunca a la facción almagrista, privó a “los de Chile” de todo empleo y cargo, conduciéndolos a la miseria material y a la humillación pública. De hecho, el estado de pobreza de los almagristas era gravísimo. La ejecución de Almagro “el viejo” unida al degradante estado de los almagristas, fue el desencadenante de la conspiración y del magnicidio cometido contra Francisco Pizarro. En 1541, el rey de España, enterado de las feroces disputas internas entre pizarristas y almagristas, decide enviar al licenciado Cristóbal Vaca de Castro, para restaurar el orden y recomponer la salud pública, pero una tormenta desvió la nave de Vaca de Castro, y pasó tanto tiempo sin noticias suyas que los almagristas, sospechando de un posible naufragio, decidieron poner en marcha una conjuración, para eliminar físicamente a Pizarro, como acto final de venganza. Reunidos los conjurados en casa de Diego de Almagro “el mozo”, quien tenía cerca de 20 años de edad, el 26 de junio de 1541 hacia el mediodía, los conjurados al ver que Pizarro no asistió a misa -pues tenía conocimiento de la conspiración-, decidieron darle muerte en el mismo palacio donde residía el marqués. Liderados por Juan de Herrada, “el más fiero y resuelto de todos”, cerca de 40 hombres con la espada desenvainada, amenazando con gritos terribles mientras cruzaban la plaza, llegaron al palacio e ingresaron sin dificultad. Pizarro, se encontraba de sobremesa junto a 12 ó 15 personas. Los decididos conjurados asesinaron sin piedad al capitán Francisco de Chávez, luego a Ortiz Zárate, y al final se enfrentaron a Francisco Pizarro, quien dio persistente y admirable resistencia. La pintura seleccionada para componer imaginariamente este episodio es La muerte de Francisco Pizarro (1877) del español Manuel Ramírez Ibáñez, conservada en el Museo del Prado.

La muerte de Francisco Pizarro (1877), Manuel Ramírez Ibáñez.

Narra William Prescott, en el libro citado: “Pizarro, que impaciente y precipitado se armaba, se envolvió la capa al brazo, cogió su espada y salió a contener a los asesinos. Pizarro, furioso como un león a quien se ataca en una cueva, se lanzó sobre ellos, gritándoles: “¡Cómo, traidores! ¡Habéis venido a matarme en mi propia casa!”, y con un arrojo que desmentía su edad, repartía estocadas y tajos formidables. Cuatro de sus enemigos habían caído a sus pies y nadie se atrevía a pasar, pero Herrada precipitó sobre Pizarro a un tal Narváez, que cayó sobre el marqués. Pizarro recibía en la garganta una estocada terrible; vaciló un momento y se desplomó empapando el suelo con su sangre, y estando así caído en el suelo, puso los dedos en cruz sobre su boca y pidió confesión de sus pecados”. Luego del crimen, los conjurados se desparramaron por toda la ciudad cometiendo graves violaciones a la propiedad privada y desmanes en general. El Dr. Hugo Ludueña, sostiene en su interesante artículo de divulgación Un manuscrito inédito de 1541 sobre la muerte del marqués don Francisco Pizarro (1991), que, en el Archivo General de Indias se conserva un documento, que muestra las declaraciones de testigos que estuvieron el 26 de junio en Lima y presenciaron el crimen. El testigo Álvaro Caballero, declaró lo siguiente: “Era pública voz y fama que había muerto al dicho marqués, Jerónimo de Almagro con el pasador de la ballesta, Martín de Bilbao con una estocada en la garganta y Juan Rodríguez Barragán con una cuchillada que lo degolló”. Sostiene el Dr. Ludueña, que estas declaraciones fueron tomadas en cuenta en el proceso contra los almagristas. Además, revela el Dr. Ludueña, de sus lecturas del cronista Pedro Cieza de León, que, en la batalla de Chupas, del 16 de septiembre de 1542, entre almagristas y los conducidos por Vaca de Castro, dos mancebos: Jerónimo de Almagro y Martin de Bilbao, se instalaron en el bando enemigo dando grandes voces, diciendo que eran los asesinos del marqués Francisco Pizarro.

El gobernador Francisco Pizarro, protagonista de una película

La caza real del sol (1969), película dirigida por Irving Lerner, basada en la obra de Peter Shaffer, y protagonizadas por Robert Shaw (Francisco Pizarro) y Christopher Plummer (Atahualpa). La película es profunda en sus diálogos, profundamente psicológica, dramática y visualmente atractiva. El film, inicia con Francisco Pizarro, sustentando con formulaciones precisas ante el rey, la importancia de encontrar “el reino de oro”. Su vigor, y argumentos incontestables, favorecen la aprobación del rey, por consiguiente, la expedición de Pizarro. Los soldados que llegaron al Perú, con caballos -la fuerza desconocida-, y armas de guerra, atravesaron el nuevo territorio hasta llegar a Cajamarca. Como observación crítica, la película no menciona en ningún momento el sistema vial andino Qhaqap Ñan, la gran hazaña arquitectónica que conectaba a todo el imperio. Sin esta red de conexión, “el reino de oro” no hubiera sido encontrado. En la película, asistimos al gran encuentro de Cajamarca, el 16 de noviembre de 1532. Pizarro, tenía previsto atacar, convenciendo a su ejército temeroso: “No combatimos contra 10.000 hombres. Capturado el Inca, es resto se rendirá”. Llegado el día, fray Vicente de Valverde le ofrece la Sagrada Escritura al Inca, quién la arroja al suelo. Inmediatamente, al grito de ¡Santiago!, inicia la masacre. Tras la captura del Inca, Pizarro le promete la liberación solo si lograba atiborrar un cuarto de oro. Mientras tanto, se produce una gran discusión teológica. Los sacerdotes del incanato y los sacerdotes de la Iglesia Católica, se objetan mutuamente, penetran en los misterios del cristianismo y reflexionan sobre los dogmas católicos. El Inca, en condición de prisionero, recibe la visita de Pizarro. Ambos, de manera progresiva van conociéndose y alisando tensiones, llegando a construir una gran amistad. Pasado cierto tiempo, el Inca cumple la promesa y Pizarro, que había empeñado su palabra le ofrece la liberación, pero el resto del ejército, desconfiando de las represalias y venganzas del Inca, se niegan a aceptar tal pacto. Pizarro, que confiaba en el Inca, lo quiere conservar con vida, pero ante “los humos de un motín” entre miembros de su ejército, cambia de opinión. Hernando de Soto, lo reprime con dureza, le dice que debe perseverar en su decisión originaria, que debe conservar con vida al Inca, y Pizarro, rectifica. Vicente de Valverde, quiere cambiar su parecer, diciéndole: “No existe promesa a un idólatra que obligue a un cristiano. ¿Sacrificarías a 168 por un salvaje?”. Pizarro responde: “Si Cristo estuviera aquí, ¿mataría al Inca?” La facción opositora a Pizarro, era mayor, querían matar al Inca por temor a posibles represalias. El Inca, confiado en su inmortalidad, le dice a Pizarro que no tenga miedo, que deberían proceder según la opinión mayoritaria. Así pues, llegamos al juicio de Atahualpa, quien es acusado de “adorador de ídolos, polígamo, etc.”. La pena impuesta fue la hoguera, pero por petición de Pizarro y de Vicente de Valverde, se conmutaría la pena por la muerte por garrote. Abjurando Atahualpa de sus creencias paganas, abraza el cristianismo, y es asesinado.


[1] Titulamos así el presente trabajo, con el propósito de recordar la inscripción de la cripta donde yacen los restos mortales del conquistador, en la Catedral de Lima: “Aquí yace el Marqués Gobernador don Francisco Pizarro. Conquistador del Perú y Fundador de Lima. Nació en Trujillo de Extremadura, España en 1478. Y murió en Lima el 26 de junio de 1541. Dios lo tenga en su gloria. Amén”.

[2] Según, el libro Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú (2018), de Esteban Mira Caballos, y los comentarios de Adrián Laguna Sánchez, se plantea la posibilidad de que “en realidad fuera adoptado por Francisca González, siendo su padre biológico un primo del propio Gonzalo, también llamado Francisco. De ser así, Francisco Pizarro sería primo segundo de sus «hermanos» Hernando, Juan y Gonzalo, mientras que con Francisco Martín de Alcántara (tradicionalmente considerado hermano por parte de madre) no tendría ningún vínculo biológico. Este hecho se habría manifestado en el comportamiento de Francisco Pizarro en Perú, favoreciendo sobre todo a los tres primeros. Esta hipótesis se basa en que el capitán Gonzalo Pizarro nunca reconoció a Francisco, ni siquiera en su testamento, donde sí mencionó al resto de sus hijos, tanto legítimos como ilegítimos. Para este autor tampoco está tan claro que Francisca fuera su madre, pues también bautizó a su segundo hijo con el nombre de Francisco, además de que el capitán nunca se refirió a Francisca, pero sí a otras mujeres con las que se relacionó”. Nosotros, en este trabajo, preferimos las investigaciones biográficas de José Antonio del Busto.

[3] Sobre la bandera, estandarte o lábaro de Pizarro, Palma asegura que el general don José de San Martín, no tuvo nunca entre sus manos la reliquia original, y que, al morir en Francia, el falso lábaro traído por el representante del Perú en París (Francisco Bolognesi), después de unos años se perdió para siempre. Según Palma, el verdadero estandarte lo tuvo Simón Bolívar y lo relegó a la Municipalidad de Caracas. Quién trató con mayor rigor este tema, ha sido el Dr. Enrique Díaz Araujo, en su conferencia y artículo titulado Desmitificando a los enemigos de San Martín (2013). Según el Dr. Díaz Araujo, San Martín sí tuvo el lábaro, que había hecho bordar Carlos V, por su madre Juana la Loca, para entregarlo a Pizarro, como símbolo de autoridad, pero que se perdió y hasta el momento, no hay rastros de él.

[4] Este tesoro de la historiografía, se conserva en una bóveda del Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima. Es un papel de fibra de algodón y tinta vegetal. El Acta de fundación de Lima, lleva las rúbricas de Francisco Pizarro, Alonso Riquelme, García de Salcedo y Rodrigo de Mazuelas.

Autor: Alejandro Martorell

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